El pasado junio, el presidente de la Reserva Federal estadounidense (Fed), Jerome Powell, declaraba lo siguiente: «Ni siquiera pienso en pensar en subir los tipos». La semana pasada, el conocido simposio anual de los grandes bancos centrales, celebrado en Jackson Hole (EE. UU.) y que este año tuvo lugar en remoto, le brindó la oportunidad de convertir esta postura en la nueva filosofía oficial del banco central estadounidense: ya no endurecerá su política monetaria ni en un contexto de pleno empleo ni incluso si la inflación supera el hasta ahora sacrosanto umbral del 2 %, puesto que este rebasamiento se consideraría temporal. La Fed aprende así las lecciones de los últimos diez años: resulta evidente que la caída del desempleo ya no precede un aumento de la inflación (la vieja «curva de Phillips», que correlacionaba los dos parámetros, ya no es de aplicación), y evitar que la inflación supere el 2 % es, en realidad, la mejor manera de ni siquiera acercarse a esta cota, o dicho de otro modo, de que el mandato de la institución resulte un fracaso.
Por tanto, la denominada «función de reacción» de la política monetaria estadounidense al desempleo y la inflación ha cambiado de forma oficial, lo cual no resulta baladí para todos los economistas y participantes del mercado a escala mundial. Ello garantiza que los tipos de referencia se sitúen en niveles reducidos —sumamente reducidos— hasta donde alcanza la vista e independientemente de los acontecimientos. Se trata de las consecuencias de este nuevo «apoyo incondicional» que debería llevarnos a reflexión, puesto que conlleva múltiples ramificaciones.
Si la aplicación de esta política monetaria se salda con éxito, las previsiones de inflación podrán al fin remontar el vuelo tras una década aletargadas, lo cual es el objetivo que se busca lograr. En este supuesto, los tipos de los mercados de renta fija a largo plazo, es decir a treinta años, reflejarán este repunte y, de este modo, la curva de los tipos de interés podrá retomar una cierta pendiente alcista. Los bancos podrán finalmente reanudar parte de su transformación y contribuir de manera provechosa a una recuperación económica. La evolución de los mercados de renta fija nos dirá rápidamente si los mercados otorgan credibilidad a esta hipótesis, cuestión que no está en absoluto clara a día de hoy, no solo porque el fracaso de los bancos centrales a la hora de reactivar la economía e impulsar la inflación desde hace una década inspira una confianza muy limitada, sino también porque no todo depende de ellos.
Así, no podemos descartar aún la posibilidad de que los bancos centrales fracasen estrepitosamente. Nadie puede afirmar que no vaya a producirse una nueva aceleración de la pandemia antes de finales de año, con las repercusiones que ello tendría para la confianza de las empresas y los hogares, y lo que es más importante: las fuerzas deflacionistas a escala mundial se han visto acentuadas por la crisis. Así, el endeudamiento de las empresas y de los Estados se ha incrementado, y un gran número de servicios que hasta la fecha generaban muchos puestos de trabajo han podido experimentar, gracias al confinamiento, la ventaja competitiva que brindan unas soluciones tecnológicas deflacionistas por naturaleza.
Sin embargo, existe otro supuesto que los mercados desconocen por el momento y que dotaría de pleno sentido a las declaraciones de Jerome Powell. En efecto, no solo no podemos descartar que se logren avances decisivos a corto plazo en las múltiples investigaciones sobre vacunas contra el virus, del mismo modo que no podemos descartar una segunda oleada de la epidemia, sino que también debemos ser conscientes de la extraordinaria magnitud de las políticas de reactivación presupuestaria implementadas. El fracaso de las políticas monetarias no convencionales desde hace diez años también se debe a que la marea de liquidez que los bancos centrales inyectaron en el sistema a través de la compra de activos financieros (la denominada relajación cuantitativa o quantitative easing) no fue relevada por la implementación de medidas en la economía real por parte de los Gobiernos y los bancos. Así, el dinero permaneció en el sistema financiero y únicamente contribuyó al crecimiento de los índices bursátiles. En esta ocasión, la situación resulta completamente diferente. Los propios Gobiernos se han puesto manos a la obra, a costa de unos déficits presupuestarios récord. Además, en esta ocasión no solo se ha incitado a los bancos a asumir riesgos, sino que el hecho de que el Estado avale sus préstamos les permite al fin atreverse a dar el paso. Esta vez, además de los bancos, las grandes empresas y los particulares también se benefician de las inyecciones de liquidez. Así, las tasas de ahorro nunca se han situado en cotas tan elevadas. Bastaría que la confianza regresara para que toda esta masa monetaria propiciase al fin un repunte de la demanda final y de la inversión. De este modo, la garantía de unos tipos de interés en niveles muy bajos, incluso en esta hipótesis de repunte, cobraría toda su potencia «reflacionista». Bastaría con eso…
A día de hoy, solo los más intrépidos pueden decantarse sin ambages por una de las dos hipótesis expuestas: un lento naufragio deflacionista o una recuperación keynesiana en última instancia. Esta incertidumbre justifica que, por ahora, los inversores en renta variable mantengan sus importantes posicionamientos en dos activos antifrágiles: por un lado, los valores de crecimiento, favorecidos por la crisis sanitaria y poco sensibles a los riesgos económicos y, por otro, el oro, que se ve beneficiado por la incertidumbre y sacaría partido de un incremento repentino de la inflación. No obstante, en el contexto actual, debemos monitorizar más que nunca cualquier chispa de recuperación, puesto que la Fed está ahora dispuesta a añadir leña al fuego.
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